“En
nombre de un denominado <<espíritu conciliar>> se pusieron en tela
de juicio importantes cuestiones en materia litúrgica, disciplinar e incluso
doctrinal, y se propagó un peculiar estado de ánimo que parecía arrumbar como
caduco todo el pasado y hasta el cercano presente de la vida eclesiástica.”[1]
Es
así como José Orlandis describe la crisis que sobrevino al Concilio Vaticano
II, sin embargo, no está demás preguntarnos si dicha situación no ha mejorado,
y si, en cambio, en el presente pontificado no se ha agravado. Yo pienso que
sí. En la tan difundida entrevista que Francisco concedió al padre Antonio
Spadaro S. J., a la pregunta «¿Qué hizo el Concilio Vaticano II? ¿Qué fue, en
realidad?», el actual Obispo de Roma (no se refiere a sí mismo ni como papa, ni
firma con la PP) respondió:
«El
Vaticano II supuso una relectura del Evangelio a la luz de la cultura
contemporánea. Produjo un movimiento de renovación que viene sencillamente del
mismo Evangelio. Los frutos son enormes. Basta recordar la liturgia. El trabajo
de reforma litúrgica hizo un servicio al pueblo, releyendo el Evangelio a
partir de una situación histórica concreta. Sí, hay líneas de hermenéutica de
continuidad y de discontinuidad, pero una cosa es clara: la dinámica de lectura
del Evangelio actualizada para hoy, propia del Concilio, es absolutamente
irreversible. Luego están algunas cuestiones concretas, como la liturgia según
el Vetus Ordo. Pienso que la decisión
del Papa Benedicto estuvo dictada por la prudencia, procurando ayudar a algunas
personas que tienen esa sensibilidad particular. Lo que considero preocupante
es el peligro de ideologización, de instrumentalización del Vetus Ordo».
Si
contrastamos esto, con lo descrito por Orlandis (quien es un prestigiado
historiador de la Iglesia, y sacerdote de la Prelatura personal Opus Dei), sólo
podemos concluir que la crisis del posconcilio sigue, y que inicia en la
mismísima Domus Sanctae Martha. [2]
Hic et nunc: V.
Oremus pro Pontifice nostro Franciscus
R. Dominus
conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat
eum in animam inimicorum eius. [Ps 40:3]
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