No
soy aficionado a argumentar ad hominem,
pero cuando leo algo del padre Fortea no puedo omitir algunos apuntes de
carácter personal. Al de Aragón y hoy, exorcista en Madrid, nunca le he tenido
particular simpatía. Sin ahondar en lo
que se pueda opinar sobre el Opus Dei, no me queda la menor duda que es de bien
nacidos ser agradecidos, y Fortea, que vivió en el Colegio Mayor Bidasoa y
estudió en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, ha hecho todo
lo posible por deslindarse de la única prelatura personal en la Iglesia. Para ello, basta leer el infumable libro “Memoria
de un exorcista”, donde este sacerdote habla de todo menos de su particular
encargo y ministerio. Así, con el gancho de un título que pudiera acercarnos a
algo parecido a la vida del Padre Amorth, Fortea nos aburre con relatos de cómo
barre en su parroquia, cómo pinta siguiendo las imágenes del Beato de Liébana o
cómo se ha sentido ofendido porque una jovencita le gritó “cuervo”. Sus libros
sobre demonología resultan poco serios y hasta escritos con cierta risa
sardonia. Por ello, no me extraña que en su blog[1],
la tome contra lo que él mete en el mismo saco del “integrismo”. Dicho
calificativo, requiere algunas precisiones, pues se trata de un término
multívoco, por lo que sólo consideraré la noción lato sensu de Yves Marchasson:[2]
“En
la actualidad el término, <<integrismo>>, no sin un fuerte carácter
polémico, o por lo menos con un matiz peyorativo, se utiliza habitualmente para
significar una conducta opuesta al progresismo.”
Para
Fortea, los “integristas” son una serie de grupos minoritarios formados hace
unos 10 años. A su vez afirma, sin dar lugar a ambigüedades que:
“Resulta
interesante observar que estos integristas no cuentan con ningún teólogo que
los avale, ni siquiera de segunda fila. Son más una corriente de opinión y
sobre todo una estética. Lo malo es que constituyen una corriente de opinión
descalificante y se aferran a una estética determinada de un modo excluyente. A
mí me gustan las liturgias de estética arcaica, pero sin hacer de eso un vicio.”
Y
luego, hace una pregunta: “¿Por qué aferrarse a la liturgia del siglo XIX y no,
por ejemplo, a la del siglo VII?”
Sin
duda, Fortea se refiere a los devotos del rito latino extraordinario o
tridentino, y ese auge de una década, al reconocimiento hecho por Benedicto XVI
en el motu proprio Summorum pontificum
de 2007:
“En
tiempos recientes, el Concilio Vaticano II expresó el deseo de que la debida y
respetuosa reverencia respecto al culto divino se renovase de nuevo y se
adaptase a las necesidades de nuestra época. Movido por este deseo, nuestro
predecesor, el Sumo Pontífice Pablo VI, aprobó en 1970 para la Iglesia latina
los libros litúrgicos reformados, y en parte renovados. Éstos, traducidos a las
diversas lenguas del mundo, fueron acogidos de buen grado por los obispos,
sacerdotes y fieles. Juan Pablo II revisó la tercera edición típica del Misal
Romano. Así, los Romanos Pontífices se han ocupado de que «esta especie de
edificio litúrgico (...) apareciese nuevamente esplendoroso por dignidad y
armonía».
En
algunas regiones, sin embargo, no pocos fieles adhirieron y siguen adhiriéndose
con mucho amor y afecto a las anteriores formas litúrgicas, que habían
impregnado su cultura y su espíritu de manera tan profunda, que el Sumo
Pontífice Juan Pablo II, movido por la preocupación pastoral respecto a estos
fieles, en el año 1984, con el indulto especial «Quattuor abhinc annos», emitido por la Congregación para el Culto
Divino, concedió la facultad de usar el Misal Romano editado por el beato Juan
XXIII en el año 1962; más tarde, en el año 1988, con la Carta Apostólica «Ecclesia Dei», dada en forma de Motu Proprio, Juan Pablo II exhortó a
los obispos a utilizar amplia y generosamente esta facultad en favor de todos
los fieles que lo solicitasen.”[3]
No
es de sorprender que Benedicto XVI tuviese muy claro que el amor y afecto a las
anteriores formas litúrgicas, era por algo más que la estética. Insisto, que de
Fortea no me extraña, después de todo, en Navarra no han brillado los
profesores de liturgia, ya que ésta es, sobre todo, una gran facultad de
cánones, y más en concreto, los que han seguido al Códex de 1983. Pero el exorcista de Madrid, nos obsequia una perla
más:
“El
Vaticano II supuso una apertura de mente y de alma, otra forma de mirar el
cristianismo. Nada negó ese concilio del Magisterio, y, sin embargo, nos hizo
mirarlo todo con una nueva mentalidad.
A
todos los integristas que me lean, yo les haría un llamamiento a la humildad.
Todos creemos estar en posesión de la verdad. Existe un modo de entender el
cristianismo que es inquisitorial, agresivo, contra la caridad. El cristianismo
es afirmación, no negación. Es abrazo, no hoguera.”
Entonces
el problema es otro al meramente litúrgico, aunque no sobra precisar que su
pregunta (aquélla sobre porqué aferrarse a la liturgia del siglo XIX y no la
del VII), es ejemplo de estupidez: En el siglo XIX no hubo innovaciones o
reformas a destacar del Misal de San Pío V (1570), misal que además, sólo se
basó en lo forjado en la Tradición, siglo VII incluido. En cuando la oficiosa
apología del Concilio Vaticano II, Fortea ignora la diferencia entre lo
substancial (que es la Doctrina) y lo accidental (esa otra forma de mirar).
Al
final, el nacido en Barbastro es quien absolutiza lo relativo, pues en
realidad, es bastante simplona su dicotomía entre posconciliares de mente
abierta y lo que él califica como integristas. Fortea, cree que la fidelidad a
la doctrina es algo soberbio y antipático, actitud que en el presente pontificado,
ha sido predominante. ¿Acaso la Verdad muta a contentillo? Para este clérigo,
hoy incardinado en Madrid, no vendría mal que tuviese presente la precisión que
ha hecho el arzobispo Stanislaw Gadecki, de Poznań,
presidente de la Conferencia Episcopal de Polonia: En la Iglesia hay quienes
son fieles o infieles al Magisterio, y nada más.
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